Sobre la corrompida ciudad de Alix, el cielo encapotado amenazaba tormenta. Las callejuelas se habían ido vaciando rápidamente de transeúntes intranquilos por el oscuro matiz que pintaba el horizonte.
En la Plaza de la Amargura, algunos comerciantes rezagados cerraban sus tiendas para escabullirse a sus casas con premura; un par de vagabundos se dedicaban a permanecer sentados en el frío suelo de piedra esperando a lo que fuera a pasar, sin lugar alguno para cobijarse de las inclemencias meteorológicas.
En una esquina, un infortunado juglar recogía sus juegos malabares y las escasas monedas que había ganado en un saco de tela ajado.
De repente llegó un guardia de la corte del rey corriendo y girando la cabeza hacia todas las direcciones en busca de algo. El hombre, acalorado y nervioso, se detuvo un instante en la plaza y, dudando, se dirigió hacia el juglar.
–Perdóneme que le moleste, pero es un asunto de máxima urgencia… ¿Ha visto pasar a una persona con una capa larga y negra?
El muchacho alzó la vista hacia su interlocutor; pareció un tanto perplejo ante aquella pregunta.
– ¿Si he visto pasar a una persona encapuchada? –Se rascó la cabeza, sonriendo –. Señor, con los indicios de tormenta que refleja el cielo… Sí, he visto a personas encapuchadas, y no sólo a una, sino a cientos en toda la tarde. Acaso pretende que me fijase sólo en una?
El juglar sacudió la cabeza, divertido ante la estúpida pregunta de aquel hombre y volvió a ocuparse de lo suyo. El guardia le dirigió una repugnante mirada al muchacho.
– ¡Insolente! –le escupió en la cara con maldad –. Si no estuviera en un caso urgente, te aseguro que te llevaría apresado por tu insolencia.
– ¡Señor!
El guardia dio media vuelta y observó que uno de sus hombres corría hacia él desde el otro extremo de la calle. Se dirigió rápidamente hacia él y esperó a que su compañero retomase el aliento.
–Señor…
– ¿La habéis encontrado?
–No, señor. Mileon se está ocupando de las calles del norte y Dedrik de las del sur, pero aún no la hemos encontrado por ninguna parte. Es como si se hubiese esfumado sin dejar rastro.
El juglar, picado por la curiosidad, se aproximó discretamente hacia ellos y, en cuclillas, siguió guardando sus cosas mientras escuchaba con interés a los dos hombretones.
–Bien…No puede estar muy lejos. Registrad toda la ciudad a fondo, sin olvidaros de un solo rincón tras el que podría estar escondida.
–Sí, señor. Así haremos –musitó dócilmente.
–Esta vez no se nos escapará.
–Ojalá tenga razón, señor.
–Ahora ve y consigue que esta noche sea la última de caza.
Ambos estallaron en carcajadas de regocijo y luego se separaron tomando caminos opuestos.
El joven juglar, que no se había perdido ni una sola palabra, se rascó la barbilla, pensativo. La lluvia comenzó a caer en la ciudad, y a lo lejos se oyeron los primeros truenos. El joven se llevó el saco al hombro y se internó en las umbrías callejuelas, fundiéndose entre las sombras.
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